Por Victoria Villarruel
Para LA NACION
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Jueves 25 de septiembre de 2008 | Publicado en edición impresa
No creo que exista un solo argentino que no aborrezca la indignidad que simbolizan los que asesinan para hacer valer sus razones. José Ignacio Rucci , 29 de junio de 1972, revista Gente
Más de 20 balas atravesaron su cuerpo y alumbraron un mito llamado José Ignacio Rucci. A pesar de los 35 años que transcurrieron de su asesinato por terroristas de la organización Montoneros, a pesar del relato caprichoso que de la historia reciente de los argentinos se hace desde las estructuras oficiales, a pesar del interesado olvido en que parece haberlo sumergido un peronismo que reniega de Perón, la figura de este sindicalista crece día a día, trasciende las generaciones y comienza a ocupar un lugar que hasta hoy detentan muchos de sus victimarios.
La historia de este crimen impune se sitúa en la convulsionada década del 70, cuando Perón comienza a organizar su regreso definitivo al país y surgen las primeras diferencias importantes entre el viejo caudillo y Montoneros.
Era evidente que Perón no pretendía la misma revolución que promovían las organizaciones armadas, ni la lucha armada como método para obtenerla, y esto se hizo más claro a medida que se acercaba su retorno al país. Perón le quiso dar la oportunidad a Montoneros de abandonar la violencia e incorporarse al sistema. Ya no existían justificaciones para la vía armada, cuando Perón volvió al país. Sólo habrían de quedar fuera del mismo aquellos que, desde el trotskismo, se habían manifestado públicamente el 13 de abril de 1973, cuando ante un pedido de tregua del presidente Cámpora no tardaron en publicar un documento crítico que llevó por título: Respuesta del ERP al presidente Cámpora - El ERP no dejará de combatir.
Los trazos de la política de Perón comenzaron a vislumbrarse lentamente. Al movimiento obrero, que había sido soliviantado y dividido por el trotskismo y los gremios combativos, lo dejó en manos de José Ignacio Rucci, a quien le brindó todo su apoyo. Era también el encargado de implementar las políticas gremiales para llevar adelante el Pacto Social impulsado por Perón.
Naturalmente, los montoneros quedaron cercados por la política de Perón y la reacción fue inmediata, Firmenich planteó claramente su disidencia, al salir de una reunión en la casa de Gaspar Campos, diciendo: "El poder político brota de la boca del fusil. Si hemos llegado hasta aquí ha sido en gran medida porque tuvimos fusiles y los usamos; si abandonáramos las armas, retrocederíamos en las posiciones políticas", dijo. Luego agregó: "Nosotros tenemos que autocriticarnos, porque hemos hecho nuestro propio Perón más allá de lo que es realmente (…) lo que Perón define como socialismo nacional no es el socialismo sino el justicialismo (…) o sea que la ideología de Perón es contradictoria con la nuestra, porque nosotros somos socialistas".
Diecisiete días después de estas declaraciones Rucci fue asesinado. Firmenich había concurrido a la reunión con Perón sabiendo que la planificación del asesinato estaba en marcha. Se le atribuye a Osatinsky, llegado a Montoneros desde las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias), la frase: "Hay que tirarle un cadáver a Perón sobre la mesa"; ésa era la necesidad política de la organización para lograr condicionar el dialogo con éste.
Durante años Montoneros, que siempre se dijo peronista, no asumió su responsabilidad en el asesinato de Rucci. Era una práctica habitual evitar reconocer la autoría de un hecho, cuando éste no daba el rédito político esperado, e instalar una operación de desinformación. Sin embargo, las tardías palabras de un miembro del Consejo Superior del Movimiento Peronista Montonero, Miguel Bonasso, confirmaron, en marzo de 1997, en una conferencia, "…en lugar de matar a Rucci deberíamos haber matado a López Rega", lo que era una verdad inocultable.
Con el transcurso del tiempo, las justificaciones por el asesinato de Rucci resultaron más elaboradas; en 2005, ante una pregunta de Felipe Pigna en Lo pasado pensado, Firmenich responsabilizó a Rucci de la masacre de Ezeiza: "Este es el sentir popular, el sentir de la militancia de la tendencia revolucionaria. Nuestra gente coreaba alegremente su futuro inminente. «Rucci traidor, te va a pasar lo mismo que a Vandor». Después de su muerte, en actos masivos, se coreaba, «Rucci traidor, saludos a Vandor» (…) Rucci era una avanzadilla del terrorismo de Estado".
Pese a las tibias autocríticas de los montoneros, el asesinato de Rucci para éstos fue una muerte justa, pues, como está escrito en el Manual de las milicias montoneras, publicado a mediados de 1975, "cada compañero debe tener en claro que, cuando ejerce la violencia, realiza un acto de justicia, ya que es justa la guerra revolucionaria que libra". Con este pensamiento los montoneros prácticamente no tenían limites con tal de alcanzar sus metas, todo les estaba permitido y justificado.
Las investigaciones periodísticas que han dado a luz los entretelones del asesinato vienen a llenar el vacío que dejó el Estado, al no cumplir con la obligación de satisfacer el derecho a la verdad, pues el conocimiento público de quiénes fueron los perpetradores y sus móviles políticos no fueron el resultado de un proceso judicial, un juicio por la verdad, o de la investigación de una comisión, sino el trabajo de almas inquietas por conocer la verdad. Sólo falta que los agentes del Estado decidan romper con la impunidad que gozan los terroristas y consagren el derecho a la justicia que asiste a las víctimas del terrorismo.
Así las cosas, para que pueda actuar la Justicia, el crimen de Rucci debe ser categorizado como crimen de lesa humanidad, dado que este tipo de delitos no prescriben con el paso del tiempo.
A pesar de lo dicho, la Corte Suprema, mediante la aplicación caprichosa de las normas internacionales, ha afirmado que los delitos de lesa humanidad sólo son cometidos por los agentes del Estado; creando con la violación de la ley positiva por parte de la Justicia, una discriminación en perjuicio de las víctimas del terrorismo, que no pueden acceder al goce de sus derechos humanos.
Es evidente que el ataque sufrido por Rucci fue parte de un plan sistemático de aniquilación dirigido contra la población civil: gremialistas y empresarios, entre otros. Todos grupos susceptibles de diferenciación, miembros de la población protegida, que fueron aterrorizados por la persecución que impusieron las organizaciones armadas.
La interpretación restrictiva de la Corte no hace otra cosa que consolidar la impunidad de los terroristas.
Las víctimas del terrorismo, además de haber sufrido la acción de los perpetradores, padecen la violación de sus derechos humanos por parte de las actuales autoridades y se ven nuevamente victimizadas al compartir sus vidas cotidianas con los asesinos de sus familiares aún impunes, y responsables de crímenes atroces. En muchos casos, viendo a los terroristas en cargos públicos, el sólo hecho de haber participado de las organizaciones terroristas debería inhabilitarlos de manera permanente para ocupar cargos de gobierno, pues la obligación primera de todo gobierno es proteger a la población civil.
Tal vez el asesinato de Rucci se transforme en un caso emblemático para lograr que todas las víctimas accedan a sus derechos humanos.
La autora es presidenta del Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas.
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